viernes, 30 de diciembre de 2011

La muerte del cielo


A veces me pregunto: ¿y si la caída de los colores arrastra consigo la muerte del cielo? Y sin embargo eso pasó cuando la luz y el agua condensada en las alturas se conjuraron. Los colores deberían abrir el firmamento, pero a veces oscurecen la ciudad. Y la pintan de nuevo. Algo no les gusta en nuestras maltrechas y atribuladas estéticas urbanas. La paleta de la naturaleza se subleva para nuestra resignación.

lunes, 26 de diciembre de 2011

Las brasas


Me acerqué porque aquella iluminación me confundía. Al borde del crepúsculo empezaba a aposentarse una leve penumbra en las calles más estrechas. La plaza era un lugar más abierto, por lo que me extrañó que los árboles tuvieran una luz desigual. Pensé si sería el color otoñal de las hojas, pero las características de aquellos árboles decían que no se teñían sus ramajes. Sospeché si no sería la iluminación de un monumento próximo lo que les llegaba, en función de la disposición de los focos. Pero no había sido dada la luz eléctrica todavía. Hacía bastante que el sol había dejado de estar en la vertical del lugar, pero sus rayos llegaban oblicuamente. Debió ser esa caída selectiva y casual lo que hacía que la luz solar reverberara sobre partes de un árbol, sobre unos árboles en lugar de sobre otros, sobre mi mirada y no sobre la de la mayoría de los transeúntes. Entonces me descubrí ante el poder de los fenómenos concéntricos de la naturaleza. O dicho de otro modo: la naturaleza siempre nos sorprende dentro de la naturaleza dentro de la naturaleza y así ad infinitum. Entendí con humor el por qué en los pasajes de doctrinas, religiones, descubrimientos y tradiciones aventureras múltiples de las culturas humanas, la revelación de la luz implica caída, renovación, apertura a lo nuevo o reconciliación con uno mismo. Desde luego, aunque el elemento icónico se daba, yo no me iba a convertir en mesías ni profeta de nada. Simplemente me embargó el placer de la visión. Y disfruté lo efímero como quien toca una partícula de los dones del universo.










sábado, 24 de diciembre de 2011

Tempus fugit?



Así de sencillo. Nada permanece detenido. Ni las apariencias visibles ni los silencios del interior de los cuerpos saben de la parada. Todo fluye, se desliza o galopa. Somos movimiento innato. Llámense órbitas, desplazamientos estelares o convulsiones siderales. Nómbrese erosión, frotación de las capas tectónicas o agitación del oleaje. Dígase respirar, crecer, envejecer. Se inventen métodos, ideologías o cuerpos de pensamiento múltiples, todo es acción imposible de fijar. Las percepciones humanas buscan con ello su coartada. Crean términos como quietud o descanso o inmovilidad. Ficciones, al fin y al cabo. Obsérvese el cuerpo del universo que se observe, nunca nada ni nadie se detiene. Aquello que parece lo opuesto no es sino lenguaje relativo, reglas de juego para distinguir momentos, convencionalismos. No, no es que el tiempo huya ni se vaya. Hay algo de dramatización en el dicho latino tempus fugit. No huye porque no está. La mera conciencia del mismo ya es tránsito. Somos galgos o acaso podencos. Así de sencillo. El tiempo, olvídemonos de monsergas, es su sombra.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Refugi 307


Rescato esta foto que hice hace tiempo. Todo es impreciso y se percibe difuminado y tibio. La luz eléctrica, la cavidad, los muros, la forma del túnel. Y sin embargo hay calidez porque se basa en el don humano de la protección. No hay en la obra un arte de exhibición y sin embargo sí hay un arte de construcción. Y esfuerzo, mucho esfuerzo. Y solidaridad e imaginación. Te sobrecoges, enmudeces, te parece escuchar el rumor de voces apagadas. Una sirena. Estás en el interior de una catedral de la supervivencia. Estuvo olvidado durante mucho tiempo y ahora se ha recuperado para la constancia y la memoria. Excavado en las tripas de la montaña para acoger a los vecinos del barrio próximo de Poble Sec de las bombas criminales de la guerra de la traición. Es el refugio 307.

viernes, 16 de diciembre de 2011

Fanal



Tengo especial debilidad por las escaleras antiguas. Los ascensores son un invento reciente para mí. Hasta no hace mucho tiempo había que subir varios pisos a patita. Tenían ascensor solamente las casas más nobles del centro de la ciudad. Cuando ahora tengo que acudir a algún piso de esas edificaciones clásicas de la burguesía decimonónica subo siempre por las escaleras. Primero, porque los ascensores antiguos ya no quedan y subir en uno moderno no tiene atractivo. Y sobre todo porque me gusta disfrutar del vuelo que trazan las escaleras, su amplitud, el distanciamiento de sus escalones, la barandilla soberbia, las paredes encaladas y los techos altos. No sé qué tienen las escaleras de las casas antiguas que puedes detenerte en ellas y aislarte. Quedarte en medio de dos pisos un buen rato apartándote del mundo rutinario. Pasa también que tu subconsciente te atrapa. Te parece que efectúas aquellas visitas domingueras con tu familia, que te sientas con tus compañeros de la escuela para contar historias, que te apoyas en la pared para aprovechar la penumbra y tratar de practicar el primer beso. Sí, es esa penumbra que te acompaña según asciendes lo que te seduce. La seducción de una luz tibia y de las sombras. El fanal, como testigo de los recuerdos.










miércoles, 14 de diciembre de 2011

Espera




Incluso cuando no estamos, los objetos nos aguardan. Preservan nuestros usos, respetan la propia ubicación donde los hemos colocado. Hay una nobleza, que no una servidumbre, en ellos. Siempre nos esperan. Pendientes de cumplir su misión. Saciar nuestra sed, proporcionar nuestro descanso, permitirnos contemplar nuestro rostro de altibajos. Adoro esa domesticación de los objetos, tan bien acompañada por una no menor fidelidad de los espacios. Nos hablan tanto de nosotros que a veces, ante nuestras dudas e inseguridades, los miramos atónitos y les preguntamos. Y saben respondernos.




viernes, 9 de diciembre de 2011

Diálogo recíproco



Podría ser un diálogo de la sombra con el niño. Porque no me cabe duda de que el niño se interroga sobre el reflejo. Y acaso sea a su vez ese niño la sombra de la sombra. Para un adulto la infancia es un espacio umbroso, cuando no en penumbra. No siempre. Hay veces que el recuerdo estalla luminoso, desafiando el balance de una vida. Memoria que se manifiesta a destellos. Donde la percepción de sensaciones son percibidas por el cuerpo más que el argumento mismo de lo vivido. Donde los sentimientos se manifiestan a ramalazos cuestionando por unos breves instantes el sentido de las cosas. El niño de camiseta amarilla se ha quedado abstraído. Está ante otro personaje. ¿Qué manifestación espera de esa sombra?

martes, 6 de diciembre de 2011

El vate, desde las sombras





El poeta romántico declama, desde su peana provinciana. ¿Qué recita el vate? Oh, ciudad, tú que surges del fuego, por ejemplo. O bien: las nubes llegan para postrarse a tus pies y los besan (sería mucho decir, pero los poetas son capaces de justificar cualquier anomalía si no un imposible) Pero mientras el atardecer otoñal va apagando los reflejos de la luz el hombre elevado se sumerge en las sombras con el libro de acero en la mano. Ay de los poetas menudos del pasado. ¿Quién se acuerda de ellos? Disponen de calles, plazas, pérgolas de parque y hasta colegios públicos. Se elevan sobre pedestales o se les coloca a ras de suelo, que es la moda en vigor hoy día. ¿Quién los tiene en cuenta? Los transeúntes pasan a su lado, unos los ven como mobiliario de calle, otros como obstáculos, muchos ni los ven. ¿Qué dicen a estas alturas a sus paisanos? Un lugar para establecer una cita o un rincón de los jardines donde fumarse un porro. ¿Quién lee, en fin, a los viejos poetas de su ciudad? Un enigma. De saberlo, el vate no podría soportarlo, y acaso cantara en voz alta: ciudad ingrata, perecerás y no resurgirás de tus cenizas. Sería todo un desquite su poema.






sábado, 3 de diciembre de 2011

Expressionismus


No hay relación de luz con objeto que se pueda desestimar. Pero subjetivamente hay situaciones encarnadas por esa relación que suscitan apasionamiento. La sombra del paseante y las sombras chinescas, por ejemplo. Luego está lo que me gusta llamar el efecto subconsciente. Ese buscar una desfiguración del objeto propiamente dicho, producida por una llegada de la luz desde ángulos imprevistos o no habituales. Anularlo en su figuración naturalista o realista, resaltar espacios y zonas del objeto, potenciar efectos y crear instantes efímeros, percibir otras representaciones cuya fantasía no resta personalidad al objeto. La desfiguración de un rostro, por ejemplo, sometido a una llegada reventona de la luz es algo que se produce probablemente a cada instante. Pero no nos paramos ordinariamente a comprobarlo. A veces sí. ¿No os habéis quedado detenidos ante vuestra propia imagen reflejada en el espejo de un ascensor con escasa iluminación? Os entra la duda en ese momento, si no tanto acerca de si se trata del mismo individuo que se mira, sí sobre el estado físico o emocional que veis proyectado allí. Y ese vínculo circunstancial en que vuestro reflejo y la luz coinciden a su manera os desarma y preocupa. Estáis deseando salir y miraros con claridad, cuando no intentáis recabar la opinión de otro individuo amigo que os saque de la incertidumbre. Sí, la luz aporta certeza, mas también incertidumbres. Caminamos en su filo nada silencioso, porque su voz es más potente que los gruñidos que los animales emitimos desde la primera vez.