lunes, 28 de noviembre de 2011

Theologica









viernes, 25 de noviembre de 2011

Lo inaprensible




Siempre me fascinaron de un moribundo sus manos. Es lo más digno de la lasitud de la agonía. Puede estar alterado el resto del cuerpo; ajado el rostro, enflaquecidas hasta un extremo agudo las carnes, desfiguradas las facciones, encogidos los miembros, empequeñecida toda su contextura, resecos e invisibles los cabellos. También los dedos pueden mostrarse huesudos y abandonados. Si tomas entre tus dedos cálidos la mano fría y relajada de un agónico te parece estar tocando un objeto inerte. Pero no la sueltes, permanece unos instantes. Déjate conducir y percibirás el último ápice de fuerza. Sentirás la levedad de una sujeción. En esa mano hay algo que reclama tu calor. No podrás trasladárselo al hombre en su estertor para que resucite. Nadie lo hará. Acaso le estés aportando una conciencia última de vida que le angustie más. O tal vez él conjure mejor con tu ayuda ese instante de perplejidad definitivo de la existencia. No. Las estatuas no suplirán jamás la belleza y el pudor de un fin digno. No serán réplicas auténticas del agotamiento del amor y la muerte. Convenzámonos. Lo único sagrado es el ser de carne y hueso. Mientras tiene aliento. Mientras es. Antes de que se convierta en memoria u olvido.




miércoles, 23 de noviembre de 2011

Alumbramiento


En el museo la velocidad de la luz viaja hacia atrás. Busca las figuras y las penetra. Al hacerlo vuelve a dotarlas de vitalidad. No es la misma luz bajo la cual los artesanos ejecutaron la obra. Ni la que alumbraba a los indígenas cuando cumplían sus rituales. Es una luz discreta, justa, exacta. No trata de devorar todo el espacio ni de perturbar la paz de los símbolos que reposan hurtados a un tiempo y a un territorio. Acariciados por esa luz humilde, las vasijas, las figuras, las divinidades que contienen nos ofrecen su misterio y acercan al visitante. Sólo al que quiere saber. Cada pieza distingue la mirada que busca de la mirada que ignora. Debe ser por esa razón por la que se me admite a horas intempestivas en un templo del sincretismo funcional. Saben de la luz y saben de mi observación. Aunque no acierten a comprender mis sueños.








sábado, 19 de noviembre de 2011

El fanaler


Parecerá mentira, pero es uno de esos escaparates a los que rindo culto cuando paso por la calle Rauric. A veces la tentación es superior y entro, porque una tienda donde, entre otros artículos, abundan los trabajos en cartón piedra, no se encuentra fácilmente en nuestras ciudades. En la foto, con todo su encanto, aparecen algunos de los personajes típicos-tópicos tradicionales que me siguen prendando. Pero de la escena me dejo sorprender por el farolero -fanaler en catalán- , encarnación del gigante Peret a la que acompaña Marieta en las festividades del Casc Antic, Gràcia y otros barrios. Cuanto más miro la imagen más luz destella el farol. No es que uno espere que los gigantes saquen de la oscuridad a los humanos, en estos tiempos algo tenebrosos, pero sí que se anhela la luz. Tal vez Perec nos preste el farol a todos y cada uno. Porque lograr la claridad incumbe al caminante de la vida.

jueves, 17 de noviembre de 2011

La mano cóncava




Cuando la mano del hombre altera una piedra su paisaje es otro. En este caso se ha sacrificado lo convexo en favor de lo cóncavo. No obstante, en geometría probablemente nunca se destruye lo opuesto. El escultor de las maclas, esos cuerpos angulares y planos que se incrustan unos dentro de otros y que se dan en la naturaleza sobre todo, ha ido más allá. ¿No recuerda un abrigo rupestre? ¿No trae a pequeña escala, fabricada de su mano, una imagen que abunda en las foces y en los desfiladeros? Las vetas naturales añoran pinturas abstractas. Hay ríos de sed en la piedra. Ese material tan dispuesto siempre a servir al ser humano para sus obras y caprichos. Me fascina esa mordedura en la planitud de las caras del bloque. Buscando siempre la dimensión ¿imposible?







(Macla del escultor Oteiza sita en los jardines de San Agustín, en Valladolid)




sábado, 12 de noviembre de 2011

La metamorfosis



Si algo tiene de revelador ir con una cámara fotográfica en ristre es la valoración del encuentro. Por supuesto, sin la cámara esa esencia que llevamos en nosotros llamada mirada bastaría también para responder al encuentro. Pero en mi experiencia, o tal vez me engañe y se trate solo de la capacidad receptiva que aportan los años frente a objetos, o situaciones especiales de los objetos que antes no había captado, la máquina que me acompaña me exige. Es un elemento complementario que no suple mis ojos pero que sí estimula mi manera de mirar. Y en ocasiones me hace mirar de otra manera. En esta fotografía la impresión es que hay un encuentro entre dos sombras, dos individuos o sus efigies. Al observar esas sombras con cuidado me di cuenta de que no se encontraban dos seres diferentes sino dos Yo aparentemente distintos.


Avanzar unos pasos y reducir a un solo personaje. En mi desplazamiento se ha originado un tercero. ¿Y si es el mismo de los dos de antes que se ha movido para posar desde una perspectiva más próxima? Pero sigue desdoblándose, superponiéndose. Han decidido emprender una templada conversación. Acaso solo se observan. Intento mantenerme en posición discreta y escuchar su conversación. Es un diálogo tan enmudecido que llego a creer que las palabras son nonatas. De pronto me doy cuenta de que se separan, de que una de las sombras se distancia de la otra. ¿No es apasionante atender ese mundo de reflejos, no menos inquietantes que el de los personajes de carne y hueso?



Ahora entiendo. Hay un sitial, un trono de príncipe cuya elevación le distingue de la bajeza del mundo y le coloca entre la aristocracia de la apariencia. Aquella sombra que se iba separando sigue arrastrándose en busca del espacio que le considere. No se trata solamente de ascender a un nivel superior, sino de que se opere una transustanciación. Anhela la altura, le atrae el solio donde el busto parece poblado de luz.




Es la luz, sin duda, lo que el hombre del subsuelo desea. Y con la luz busca confirmar un rostro. Quienes viven en las sombras permanentes siempre están intrigados por sus carencias. Nunca han podido percibir unas facciones, una forma más detallada de su testa, unos gestos, unas expresiones. En la caverna umbrosa nunca hay risas ni guiños ni lagrimas ni signos de admiración. Cualquier expresividad está ausente. No habiendo manifestación es como si no existe una revelación de los sentimientos, de los dolores, de las alegrías, del deseo. Las sombras inherentes a los hombres son el tormento en vida. Les niega comprobarse como hombres. Viven, pero se diluyen, ahuyentados por su condición.




El esfuerzo de la sombra por elevarse es premiado. ¿A cambio de qué? De su multipolaridad. ¿Quién de los personajes que concurren en el vértice es el emigrante de las tinieblas? Cuanto más se observa, más dudas tiene. Cuanto más mira en derredor, más confuso se siente. Se multiplica. Y al hacerlo se dispersa. Y en su dispersión le nace una angustia donde se pierde.




Pero en su pérdida siente el estremecimiento del alma humana. Se comprueba como otro. Permanece en él el recuerdo de cuando era mera sombra. Siempre habrá a su lado otro Yo que compita con él o se consuele con él o tome el relevo por él. ¿Es el otro Yo la sombra adecuada a la nueva metamorfosis? No sorprenderse por la dureza castigadora y mística que exhibe su rostro surgido de la oscuridad. Aún coexiste en la duda y la luz interior no ha florecido. No es más que la historia de un hombre.

jueves, 10 de noviembre de 2011

Hefesto




Hay imágenes que hablan de modo reflejo. O más bien que te hacen enmudecer y te dejan sin aliento. Me sucede a menudo con los conjuntos pétreos. Pero también con las arquitecturas de metal. Si hay una imagen revolucionaria por excelencia del siglo XIX, más allá de los fortísimos movimientos sociales que convulsionaron continentes, es la de la construcción con hierro. A primera vista vemos aquí una maraña, pero no lo es, ni siquiera se trata de la arqueología industrial de una azucarera ni de una montaña rusa ni de una chatarrería. A primera vista parece que el vacío hubiera sido conjurado. El fin de salvar desniveles y el río está logrado. Y sin embargo a mí me da la impresión de que ese vacío a la vez se resalta. No ha desaparecido para la mirada. Si la función práctica de la comunicación está cumplida y el vacío, no obstante, no queda anulado y se respeta en su esplendor, ¿de quién es el triunfo? Palpita la acción de Hefesto, el dios griego de la metalurgia.



domingo, 6 de noviembre de 2011

Hondura




¿Es un nudo que no se desata? ¿Una herida en el aire? ¿Un silencio en las manos? ¿Un dolor en la tribu? ¿Una mirada que se vuelve hacia adentro? ¿La curiosidad inagotable? ¿El asombro nutriente? ¿El vuelo mismo de la materia? El paseante se detiene cada vez que pasa a su lado. Recorre su perímetro, como una liturgia. Se aproxima y se aleja de la figura. Si el paseante fuera pájaro sobrevolaría esta fantasía para cerciorarse de que no la sueña. De que la ligereza es honda. De que lo profundo nos alienta.




(Gracias a Jorge Guillén y a Chillida, que me remiten a la permanencia)



miércoles, 2 de noviembre de 2011

Fábula












El día estaba siendo como todos los días. Voces se habían propalado, pregonando que acontecería una fatalidad. Nadie dio pábulo a los agoreros que viven de sembrar el temor entre los inocentes. Los inocentes se reconocen como los herederos de la tierra. Son los mismos a los que también les cuesta considerarse culpables cuando los acontecimientos se vuelven en su contra. Los inocentes se habían acostumbrado a los tiempos de bonanza. Las cosechas abundaban, el ganado se mantenía sano y las enfermedades humanas habían decrecido. Los artesanos incrementaban la producción de sus trabajos y llegaban variedad de mercaderías a los rincones más apartados. Los gobernadores exigían impuestos más menguados y tal parecía que las guerras hubieran desaparecido incluso en las fronteras más lejanas. Los pobladores empezaron a creer que aquello era el estado natural, que las miserias pertenecían al pasado y que no había razones para sospechar que iba a producirse retroceso alguno en sus condiciones de vida. Y vivieron como si siempre lo hubieran hecho en la abundancia, sin cuidarse de prevenir, sin mirar en gastos, despilfarrando y tentados a iniciar mil aventuras por los ignotos territorios bárbaros. Nadie creyó a los augures que se desplazan por los caminos ni a las pitonisas que se refugian en las oquedades de las serranías. Pero de pronto el día se acortó. Los animales se alarmaron, los viajeros detuvieron su marcha, el mercado de la plaza se paralizó, las labores agrícolas fueron abandonadas, las forjas pararon sus machaqueos y la gente corrió a sus casas. Nadie supo qué vendría al día siguiente, ni siquiera si habría día siguiente. Y fue entonces cuando los planetas se burlaron de la Tierra y se encontraron solos.